Sor Juana Inés de la Cruz: la mujer, la escritora-genio, la musa, la pionera del feminismo


Leo una vez a Sor Juana Inés de la Cruz y no deja de sorprenderme. Sus poemas me estremecen y más, porque en su vigencia, cuestionan de manera directa la sociedad actual, banal, consumista e inmersa en una "infoxicación" sin precedentes. La información va y viene sin filtros, sin corroboración y apunta con cañón doble hacia el destino de todos. Y la publicidad, con su falso éxtasis legitima el hundimiento.
            La mirada de Sor Juana estaba puesta en la inteligencia; a partir de ésta elabora su proyecto literario. Los invito a leer su poesía, sus obras de teatro, sus autosacramentales; a leer su obra completa. Hoy me referiré brevemente a dos documentos: La Carta Atenagórica y Respuesta de la Poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz.  
            La Carta Atenagórica, refrenda este valor (inteligencia) que destaco en la poeta. En ella, hace juicio de un sermón del Mandato que predicó el Reverendídimo P. Antonio de Vieira, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de Lisboa. La carta se publicó en 1690.
            La mujer, la escritora-genio, la musa, la pionera del feminismo, escribió otro documento maravilloso: Respuesta de la Poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz. De estas cartas hay estudios profundos que vale la pena revisar. Quiero, no obstante, destacar tres puntos (pudieran ser infinitos) que me parecen importantes para comprender la relevancia de las cartas.
  • El atrevimiento: En la Carta Atenagórica, la monja se atreve a criticar cuando la censura, sobre todo para la mujer, era aplastante. Una crítica basada en argumentos y, por supuesto, bien escrita. 
  • Su postura desafiante (Carta Atenagórica): Sor Juana, construye un ataque en contra de los argumentos del P. Vieira, que traduce el evangelio según sus propios intereses. ¿Quién más podía atreverse? 
  • El tercer punto se centra en la aspiración de la poeta. Aspiración que pone de manifiesto en Respuesta de la Poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz. El documento defiende su pensamiento. Y por ello, la libertad intelectual, la libertad de expresión y la independencia de la mujer. 
Reproduzco un fragmento de este último documento, en donde pone de manifiesto su deseo de vivir entre libros, lejos del matrimonio y de las obligaciones que la pudieran distraer de sus estudios.

Respuesta de la Poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo este tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que aprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
            Empecé a aprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres —y más en tan florida juventud— es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto aprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno. Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora, y se verificaba en mí el privatio est causa appetitus.
            Volví (mal dije, pues nunca cesé); proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras. ¡Oh, si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido! Bien que yo procuraba elevarlo cuanto podía y dirigirlo a su servicio, porque el fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras; y más siendo hija de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. Esto me proponía yo de mí misma y me parecía razón; si no es que era (y eso es lo más cierto) lisonjear y aplaudir a mi propia inclinación, proponiéndola como obligatorio su propio gusto.

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