Hubo pocas luces de colores en mi colonia; sólo dos o tres casas, incluida la mía, se llenaron con los colores que anticipan la navidad y el año nuevo. Tal vez, sea una banalidad cubrirnos de adornos navideños e incluso de malgastar la corriente eléctrica, que como sabemos, su precio siempre va en ascenso. Hay, sin embargo, cuando menos de mi parte, la idea de romper con la monotonía de lo cotidiano. Si vamos por la calle, la mirada se clava en las luces, en las guirnaldas que penden o que se descuelgan a manera de enredaderas por los muros. Dejamos de ver los espectaculares, ahora convertidos en frías láminas, para concentrarnos en esas luces chispeantes, en ese destello que crece la mirada. Los árboles son un espectáculo; desde el árbol sintético hasta el árbol natural (con la leyenda “Recicla tu árbol natural de navidad” este año por primera vez abrieron un centro de reciclaje a un par de cuadras de mi casa), lo que vemos es aquello que puede cambiar el ánimo de los sentidos, incluso la perspectiva con la que mira la ciudad atestada de autos, prisa, tiempo. Es, de pronto, la aprobación de las cosas porque estos festejos, además, tienen dentro de sí, en su ser, en su alma, la posibilidad de convertirnos momentáneamente en otras personas. El destello reemplaza a la tristeza y, por qué no decirlo, tenemos la sensación de dominar las peores calamidades. No hay vacío que no se llene, parecen decirnos esos bloques de luces fascinantes. Y todo esto ocurre dentro de la mirada, dentro de ese aparato maravilloso del ojo que se abre o se contrae dependiendo de la intensidad de lo que se observa. El hombre, más allá de considerarlo una banalidad, aprueba la maravilla. Una tentativa de devolvernos, a caso de manera efímera, la felicidad continuamente arrebatada.
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