Los rostros de las personas me pasan desapercibidos, como también, qué visten y calzan. Las fotografías me descubren los detalles del mundo; a través de éstas, formas, colores, gestos, rasgos, los pequeñísimos asombros que mis ojos me niegan. Para reconocer verdaderamente (porque lo que descubro en el fondo de la sala de conferencias, a mitad del salón de clase, la ventana de enfrente, es apenas un bulto), la persona necesita estar a escasos ochenta centímetros de distancia. Una cosa es reconocer y otra muy distinta, llamar por su nombre a quien esboza una sonrisa. Decir, por ejemplo: “¡Hola! Sara: ¿Cómo estás?”. Los nombres me son imposibles; son como una nube negra en el horizonte de la memoria. Está ahí el recuerdo, la idea de una conversación previa, pero el nombre no.
En esto tengo algo de culpa, no pregunto, no rectifico. En la búsqueda de no sé qué, paso por alto lo que nos distingue de los demás. Hablo del nombre y, por supuesto, de la historia que hay en él, “los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha y la hora del nacimiento, la calle, el número…” y todas las interrogantes, que en algún momento, en la novela
Todos los nombres (1997), el personaje principal de José Saramago, debe responder. Claro, una vez que aquella obsesión lo lleve a buscar a la mujer desconocida que se filtró en sus registros de personajes famosos. A diferencia de don José, dejo pasar los rostros y los nombres. Esta vez, pese a mis limitaciones, logro reconocerla. A unos cuantos metros descubro su rostro y digo su nombre, aunque como era de esperarse, no me escucha. La multitud avanza.
De golpe recupero el tiempo cuando compartimos una casa junto con otras chicas, todas estudiantes. La facultad de sociología, psicología y trabajo social, estaban a un par de calles de la que fue nuestra casa. Alejandra, llegó de Tijuana una vez que había visto en un folleto turístico, las playas del puerto, a sólo cuarenta y cinco minutos de la ciudad. No tenía familiares aquí y eso me había quedado muy claro porque un año antes de concluir la carrera, regresó a Tijuana. Su madre, nos explicó, estaba muy enferma y su padre y sus hermanos, exigían su presencia.
Avanzamos mientras algunas mujeres y niños levantan pancartas, otros más allá, dicen algo que no escucho claramente. Los cuerpos atropellándose unos con otros, me impiden acercarme. Ella, Alejandra Malgarejo, me sonríe y correspondo de la misma manera. Intento por segunda vez acercarme; es como intentar saltar un muro, una montaña. Vuelvo los ojos hacia adelante, porque la multitud gira a la derecha y en el giro, los que caminamos cargados a la izquierda debemos acelerar el paso, casi correr. Las mujeres que caminan o, mejor dicho, que corren a mi lado, me hablan por mi nombre y yo simulo cierta cercanía, complicidad. Simulo también conocer el motivo de la manifestación que nos lleva en estampida.
Las casas de la ciudad son otras, las fachadas, los balcones, los cruces, las plazas. Es una ciudad muy distinta a la que conocí cuando llegué del pueblo. Busco nuevamente a Alejandra y ahí está, levantando un letrero con la palabra ¡Basta! Le sonrío, trato de llamar su atención y no hay respuesta. Sus ojos están fijos en un punto que no alcanzo a ver. No importa, digo, cuando termine la marcha volverá el gozo, la aventura, los fines de semana frente al mar. La multitud ha tomado una nueva ruta. Y a ésta le seguirá otra, y luego otra y así infinitamente.
Texto publicado en
CultoGrama, prensa cultura.
Ilustración | Summer Vacation por Carol Robinson
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