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Sólo la tierra sabe verdaderamente por qué se estremece. Infinidad de estudios justifican el suceso, sin embargo, para muchos (me incluyo en ellos) sigue siendo un misterio. Quienes nacimos en una región sísmica, conocemos de manera perfecta, lo que es sentir bajo nuestros pies, un movimiento telúrico. Y aún, cuando se vive en una región totalmente ajena, queda la costumbre de levantarse a la mínima sensación de convulsión. El cerebro y el cuerpo fueron programados para actuar de manera automática y llevar los pies al ras del suelo (levantar un pie y luego el otro, te deja en el mismo lugar). Movimiento oscilatorio o trepidatorio, su intensidad determina el lugar para resistir: bajo la mesa, un escritorio, el patio de la casa. Hay quien dice que los lugares menos vulnerables, son las escaleras o las dalas, esas barras horizontales de concreto con estructura interna de acero reforzado que, junto con los castillos, sostienen las construcciones. Son muchas las formas de resistir: de pie o de rodillas como mi madre, en medio de cualquier parte, con los brazos al cielo e invocando a un dios que pocas veces escucha. Hay quien no resiste. Compañeras de la escuela y del trabajo caían fulminadas en brazos o en la tierra misma. Caían casas, recintos antiguos, la vida quedaba en escombros. Lo que aprendí del sismo (no de la muerte), lo tuve que desechar en esta ciudad de ráfagas de arena. Dejo de estar alerta. Qué caso tiene. La palabra sismo se desvanece entre los titulares de los periódicos.
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Pienso en un mundo habitado por el agua, mucho antes de la creación, cuando el ser que lo verá todo, lo sabrá todo, lo dirá todo, aún no existía. Podemos decir, entonces, que de esta misma agua, pero muchos siglos después, nacieron infinidad de seres. Dios, por supuesto, también nació del agua. El hombre, que luego crearía su primera fogata, su primera ciudad, su primera guerra, como lo escribe Fermín Petri Pardo, también surgió de ésta. El hombre dijo llamarse Uno y a sus hijos los bautizó con el nombre de Dos, Tres, Cuatro y Cinco. Con su segunda esposa, nacieron Seis, Siete y Ocho. No cabe en este brevísimo ensayo, explicar cómo estos primeros personajes-números, se multiplicaron infinitamente. Lo que sí es válido, es referirme al hombre que en pleno siglo XXI y con el mayor avance tecnológico, deja de lado la hoja garabateada y mira su reloj pulsera. A la pregunta expresa por parte de uno de sus alumnos ¿pudiéramos existir sin números? responde con un no categórico y, sentado a la mesa, las noticias en el televisor, defiende de manera escrita su postura. Lo que ahora se llama lento, rápido, largo, corto, divisible o extenso, el sueño, el amor, el placer, el sexo, la fascinación y las medidas perfectas 90, 60, 90 de la mujer; los 21 centímetros de largo y 17 de circunferencia del miembro masculino, serían como en el principio: agua, nada. La luz, la fortuna y la eternidad (Dios y el diablo ¿cómo contarán los pecados, las vergüenzas, las infidelidades?) tampoco estarían a nuestro alcance. ¿Qué quedará del mundo luego de los genocidios, las enfermedades, los crímenes, la explotación de recursos naturales? ¿Qué quedará de nosotros, arrebatados también los números? El hombre mira la hora en su reloj pulsera y pone punto final. Lo demás (eso que ya suprime, rompe, quema) es definitivamente innecesario. Se levanta, se ajusta el abrigo, toma las llaves y cierra la puerta. Aparecen la noche y sus estrellas palpitantes.
Texto publicado en CultoGrama | Prensa cultural
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