La lluvia se vuelve más profunda en una ciudad que no está acostumbrada a ella. Es un riesgo salir. El asfalto no sólo está mojado si no encharcado, lo que significa, una gran abertura, el hundimiento. Es de mal augurio, dijo, iniciar un año con tanta lluvia, pero no creo. Le dijo a ella que no creo. Si vuelvo la mirada al pasado, veo la gran huerta de la casa paterna y la lluvia germinando en guayabas, toronjas, limones, nances, ciruelas, granadas, etc. La lluvia permanecía intacta por varios días como una gratitud del cielo. La lluvia, esta menudita, fortalecía las cañas, las milpas, representaba una zafra bien lograda y pagada. Como efecto inmediato, representaba de una u otra forma, más dinero en los bolsillos.
Esta lluvia me pone de buenas. Hablo de alguien que le gusta quedarse en casa y evita el mayor de los riesgos. Abro la puerta de la cocina y dejo que mis gatos entren, se resguarden la humedad porque, aunque tienen su casa, no dejan de estar húmedos e incómodos, todos apeñuscados en ese espacio tan reducido. Me gusta oírlo a él y luego el teclado de la computadora cuando escribo porque en estos días me da mucho por escribir. Más que leer, escribir. Hay también una lluvia del alma y quizá por ello, me gusta llenar páginas enteras. Que sirvan es otra cosa. Lo que importa es que me dejo llevar por las palabras, por la lluvia que son las palabras.
Son así estos días. La lluvia, de alguna manera me reconoce y yo en ella. El pasado, el presente, el futuro, sí, puntual, atareado, peliagudo, y, como es costumbre, seguido de otro capítulo final.
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