Las últimas horas de este año tienen que ver con la reconciliación. El pasado, por más doloroso que haya sido, importa poco. Entonces, en los rostros de las personas se dibuja la sonrisa y, hay cuando menos, un pequeño gesto de satisfacción. Puede ser que nada vaya bien, que la vida en casa sea un desastre, que el mismo país lo sea, pero la reconciliación puede contra todo. Creo también en ella, lo sé por lo escrito. Hay, sobre todo en la poesía, un hacer las paces con aquella historia incomprensible. Pero quién no ha sufrido, quién no ha sido abandonado en la habitación de un hospital.
La poesía, cuando menos para mí, tiene que ver mucho con esta reconciliación, unir las partes, embalsamar las heridas. O dicho de otro modo, la reconfiguración o el olvido, la simulación del olvido. Hay, no obstante, algo que permanece intacto. Lo descubro y me atrevo a nombrarlo. Son episodios que echaron raíz profunda en la tierra de la memoria. Permítanme hablar de lo privado, del amor con el que me reconcilié años después. Citaré lo que se me dijo, porque para aquella persona, yo estaba enferma, había algo en mí que no funcionaba; me perdía, sí, ninfómana, desquiciada. Lo que él quería: una familia a medias. O la invención de una familia porque para tener una, creo yo, y lo veo con mi actual esposo, los hijos de éste, mis amigos, mis amigas, hay una parte íntima en donde dos personas se unen, se entrelazan, crecen como los brazos del sol. Y quién no quiere esos momentos, ese delirio, ese elevarse para caer placenteramente. De estas cosas, según aquella persona, estaba enferma. Prohibidos los juegos eróticos, prohibida la palabra sexo porque en el sexo, se pierden las líneas desfiguradas del universo.
Duele, sí, mucho y hay tantas preguntas que quedan en el aire, tantos reclamos porque estos años me han enseñado que soy una persona que ama y a la que se le puede amar, una persona que emociona, que estremece en la entrega viva. Veo mi casa, lo que he construido, y el rumbo es preciso, exacto, o cuando menos lo es hasta este momento en que la música inunda los pasillos, la música de él, la música nuestra. Y no es un asunto puramente sexual porque las parejas, insisto, se unen también en un proyecto de vida a corto y largo plazo. Con altas y bajas, se sigue adelante porque hay una fuerza que mueve, que arroja.
El final, como era de esperarse, catastrófico porque éramos dos personas enardecidas, con demasiado coraje, con demasiadas equivocaciones. Y qué difícil asumir el error, qué difícil darse cuenta de ello. Aunque él no reconozca su parte, veo mis fisuras, veo lo que quiebra por en medio. Qué fortuna encontrarse con un hombre que no insiste, que no busca, que no decide tocar la puerta de la segunda oportunidad. Lo digo con ironía porque en ese momento me hubiese gustado que ocurriera tal cosa. En ese momento, pero no en este, en que la música me llena como mi boca y mi cuerpo del hombre que me sacó a flote. Una ironía más es hablar de la reconciliación a pocas horas de que termine el año, pero lo hago porque hay una parte sana, activa, valiente. La otra, la de ese hombre que me dejó fría como el invierno, aún está pendiente. Esto, por supuesto, no me impide el sabor de la felicidad, el gesto del placer junto con los míos; son mi lenguaje, poesía.
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