Mayo es un mes de celebraciones familiares. Mi padre es quien tiene la lista completa de cada acontecimiento digno de festejar y, por ello, los preparativos como marca la tradición, inician semanas antes. Como lo he dicho previamente, no me gustan las fiestas esas en que se tiene que cuidar hasta el último detalle del vestido o del traje. Sí me encantan, desde que tengo uso de memoria, las reuniones familiares, esta cercanía que ocurre cuando estamos alrededor de la mesa y fluye la algarabía, ese revoloteo de pájaros. Así, año con año, el ciclo se cumple.
De todo esto quisiera dejar constancia en las redes sociales. Trato de ser prudente al publicar la vida familiar tanto por el peligro que representa como por lo que podemos considerar políticamente correcto. Les hago esta pregunta ¿ustedes se sienten cómodos publicando instantáneas en donde el escenario, los rostros, las mesas, los adornos son umbral hacia la dicha, la felicidad? Sinceramente yo no. Cada vez disfruto menos el dejar constancia de esos momentos que se anuncian, forjan soles, desatan la trayectoria de cualquier órbita. Es más, les hago otra pregunta: ¿tenemos derecho a la felicidad?
La felicidad es un término que en nuestros días choca con casi todo. Las redes sociales están inundadas de odio e intolerancia. Tal vez siempre ha existido esto, tal vez, siempre el hombre como especie, ha vivido eligiendo una postura u otra, su radicalismo. No obstante, es ahora cuando las piezas del ajedrez no encajan. Quien juega, perdió el hilo de la partida y vamos todos, alfiles, peones, caballos... al despeñadero. Entonces ¿cómo hablar del sencillo placer de la felicidad?
Buda decía que quien es feliz es porque ha superado su yo y todos los deseos, encontrando así la paz y la verdad. Aristóteles insiste en que el hombre tiende a buscar la felicidad por sí mismo "y esta viene fundamentada por el pleno desarrollo y ejercicio de sus capacidades propias de cada uno en el contexto de la vida en sociedad". La lista puede ser extensa pero aquí me detengo. Es en el equilibro, incluso, en el reconocimiento de la propia infelicidad que podemos ser felices. O ¿se puede ser feliz haciendo infelices a los demás? Si así sucede ¿no estamos mirando el crepitar cóncavo de nuestra propia oscuridad? Sin embargo, la manera en que se nos presenta la vida ahora, el dolor como un surco sin fulgores, parece llevarnos en sentido contrario. De ahí que insista en la frase: lo políticamente correcto.
Claro que la frase busca el respeto entre los individuos; independientemente de su forma de ser, trabajo, vestimenta, raza, y un extensísimo etcétera. Pretende erradicar las prácticas de la exclusión y los diversos modos de la injusticia, la denigración, el maltrato y las ofensas. Empero, ¿cómo ser valiente y publicar el rostro feliz, el éxito, el viaje en carretera mientras la ciudad no conocida anticipa el deleite? ¿Me permite, lo políticamente correcto hacer este tipo de publicaciones cuando basta abrir cualquier periódico, mirar cualquier noticiero, y saber del dolor, del sufrimiento, del hartazgo que nace a borbotones, la desilusión espesa, amarga? Parece malo sentirse un poco salvado en medio de tanta sangre, tantos nombres, tantas velas, tantas ausencias. Definitivamente lo hacen sentir a uno de tal modo porque los mensajes de aprobación y desaprobación se entrecruzan, se deslizan afanosos como una textura sobre la piel.
En fin, me encuentro en este dilema y ayudando desde mi trinchera como tantas personas, no en la cobardía ni en el miedo, sino por medio de la generosidad. No, no me atrevo a publicar estas fotos porque nos han arrebatado las luces, sus ángulos transfigurados. Confío en la palabra el poder de reconstruirnos y que la felicidad sea el rostro de cada día.
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