Estoy
tendida boca abajo en la cama, he colocado una almohada debajo de mi torso para
que mis manos alcancen sin problema el teclado de la computadora. Miro de
frente a la ventada donde Tomasa se ha encargado de impedir el paso del sol.
Eso sí, la claridad del día es notable y se agradece. El frío ha estado
bárbaro.
La fiesta de fin de año terminó y lo que queda es el sentimiento
de una enfermedad que no sabemos si realmente, algún día, nos dejará. Si no hay
una versión adecuada de cómo comenzó, su final, parece un cuento de hadas.
Tantas cosas que hay en el mundo, tanto avance en la ciencia, por referirme
sólo a ese campo, y nada logró impedirla. ¿La vacuna, lo hará? Lo que pesa
sobre ésta es el tiempo de espera para ver su efecto. ¿Podremos reunirnos en un
auditorio, por ejemplo, sin cubrebocas, cumpliendo la vida que conocíamos antes
de la pandemia? He aquí lo incomprensible.
Soñé esto que ahora les voy a contar. Estábamos en una especie de
estadio. Nos acompañaban la emoción, los gritos, la fuerza de algo que el sueño
no completó y las imágenes son manchas en la pantalla nívea. No portábamos
cubrebocas. No solamente yo, todos los que estábamos allí. Pregunté a las
personas que estaban a mi alrededor la razón por la cual no traíamos cubrebocas
pero nadie entendía el mensaje, menos mi desesperación, mi locura. ¡Es que
estamos enfermos!, gritaba. “El hombre es un animal enfermo”, decía Unamuno.
¿Qué sucede?, le dije a Alfredo [era Alfredo, mi marido]. Nada, así hemos
vivido siempre. ¿Enfermos? ¡Sí, enfermos! Pero ¿en qué momento? ¡Ya deja de
gritar, por favor! ¡Deja de gritar! Mira, lo que deberías de hacer, indicó, es
formarte para recoger los abrigos. Entré a la sala pero no sabía qué hacer.
¡Cómo voy a saber cuáles son nuestros abrigos!, grité, mientras movía la
montaña gigante de ropa de invierno. Otras personas llegaban y salían
rápidamente, pero yo no entendía lo que estaba haciendo ni por qué. Era como
estar envuelta en una sombra espesa; una sombra con la firme decisión de
asfixiarme.
¡Qué maravilla sabernos en un nuevo año! ¡Qué terrible estar de nueva
cuenta frente a la muerte! No hagas planes que sobrepasen los catorce días. Es
más, Alfredo, vivamos el momento. La muerte desde que nacemos está detenida en
nosotros. No nos persigue, no como un reflejo. Está dentro de nosotros como un
pequeño monstruo. Sabe el momento y la hora precisa. Hay, sin embargo, cierta
predisposición a las explicaciones y fórmulas. Ejemplo: si mi bisabuela y mi
abuela tuvieron una vida longeva (mi bisabuela superó los 106 años), entonces
mi madre también, por lo tanto, también yo tendré una vida muy larga. Sí, tal
vez, pero con la pandemia, la vida es una broma y, alguien, con suma destreza,
borró los deseos y las ilusiones más profundas.
Sigo acostada boca abajo. Veo desde aquí, la discordancia de los
escenarios. El año, éste que inicia, ya parece viejo frente al abismo. En fin,
la palabra muerte se multiplica sin ninguna contención.
***
Duele hablar sobre la oscuridad. Tal vez, por eso, me atrevo a hacerlo
en este momento en que las emociones parecen una lluvia ligera. Hoy vi a un
colibrí, me dice mi marido. Lo vi desde la ventana. Luego, se fue al árbol
principal de la casa y estuvo un buen rato, dándole vueltas, picando aquí y
allá. Estaba hermoso. Me lo imagino, respondo. Y esto del colibrí y los días
nublados me hacen respirar alegremente. Por fin, dejo de pensar en las
tragedias, las del mundo y las personales. Pero cómo romper el miedo a la
muerte; cómo romper esta partida que nos juega el destino.
Hoy, tal vez lo he logrado. Es esta la pequeña ilusión que me sostiene
y me aleja de aquella que vive dividida, desacoplada, destrozada. Es esa mi
costumbre, esa mi forma de andar en el mundo. Con el paso de los años creí que
los sentimientos y las emociones cambiarían. Vas a madurar, me dijeron, y lo
consideré básico para salvarme de la agitación que me hunde. No tiene sentido
sacrificarse por el pasado, sin embargo, se vuelve violento e incomprensible.
¿Cómo puedo estar yo en medio de una conversación? ¿Cómo puedo sostener
la mirada si lo que fluye en mí es el miedo, la mentira abierta, la falsedad
rebosante? Sólo la necedad de ser alguien, simulan lo que digo hacer, lo que
alguien, consulta aquí y allá, porque la búsqueda no es más amplia. ¿Cuándo
comenzó el desenfreno de dejarlo todo en el ciberespacio? Palabras inconexas,
intentos, humos.
La oscuridad no está. Y es en este justo espacio que miro desde la
distancia los fragmentos. Le busco el verdadero rostro a todo esto. Cuando
comienza el cerco [no puedo llamar de otro modo a esta sensación de alejarme
poco a poco, de distanciarme de todos: amigas, amigos, ese pequeño círculo de
admiradoras y admiradores, mi propia familia], es porque ya no puedo más. Sí,
quiero gritar y no lo hago; quiero correr hasta que me falte la fuerza y el aire,
pero no lo hago. Y ¿por qué? No lo sé. Busco ese rostro pero lo que siento no
tiene rostro, sólo el corazón para extinguirme poco a poco. Me matará, lo sé,
en el menor descuido, me matará. ¿A quién culpar?
Dicen que crear una historia, una verdadera historia, es algo que se
les dificulta a quienes vivimos el abandono y el desamparo. Y más, si hay
detrás una historia, la que se recuerda y la que no. Tal vez. Y ¿cómo se crea
una historia verdadera? ¿Con la aceptación de todos, con la aceptación propia? Mis
esfuerzos se quedan a la mitad porque el cerco [¿puedo llamarlo también
ensimismamiento?], comienza a endurecer la mirada, comienza a endurecer la
visión imaginaria de la conversación, aquellas voces, aquellas carcajadas. La
oscuridad, la que está llena de ruido y nada dice, me vuelve pasiva, me
congela. No puedo ni siquiera llamar la atención.
***
Ayer
escribía sobre la mujer que camina delante o detrás de mí. Ahora, debo decir,
que no está. O si está, se ha acoplado a mi cuerpo. Hoy, después de mucho tiempo,
no me siento dividida. Mi cuerpo se siente integrado a ese otro cuerpo que se
separa. Mis pasos son firmes y el movimiento de mis dedos, son precisos en el
teclado.
Hoy,
también, escribo nuevamente en la computadora. Las últimas semanas, mi
escritura la había realizado directamente en el celular. ¿Para qué abrir la
computadora? ¿Para unas cuentas palabras? Ahora me doy cuenta que escribí
demasiado, lo que quiere decir que, de alrededor de 40 cuartillas, veré
terminadas unas diez. Lo demás, a la papelera.
Cuando no estoy triste, la escritura sobre las sombras me parece
irrelevante. Prefiero cerrar esos capítulos o esos poemas, para dejar en la
pantalla, lo verdaderamente luminoso. No quiero saber nada de esa otra, la que
camina delante o detrás. Pide ayuda, insisten, pero la ayuda es sólo para los
que se desgarran el alma y no saben por qué. Yo sí sé. O cuando menos, tengo
algunas respuestas.
No, no se
las daré porque este no es el momento. Como les digo, me siento bien. Me
atrevería a ir a una fiesta, de esas que no me gustan, con demasiado ruido,
parejas bailando, moviendo sus cuerpos entre luces de colores. De esas fiestas
de las que pude, por fin, salvarme cuando tenía alrededor de dieciséis años. En
cambio, nunca dejaron de gustarme los cochecitos, los trenes, los trompos que
se gastaban y se rompían de tanto girar en el patio de la casa paterna.
Todos o
casi todos estos juguetes desaparecían después de algunas semanas y, en lugar
de ellos, había muñecas y juegos de té. ¡Yo no jugaré a eso!, decía para mis
adentros. Aunque me obliguen, ¡no jugaré a eso!
¿Madre,
tengo cuarenta y tantos años y aún me regalas muñecas? Eres fiel a tu
propósito, me río. Pero ya no puedo luchar. Además, para qué luchar.
Finalmente, hace un par de años, me regaló un peluche. ¡Es una puerca!, dije, y
luego corregí. ¡Una puerquita! ¡Qué hermosa está la puerquita! ¡El color rosa!
¡Los listones! ¡La trompa hecha corazón! ¡Es una maravilla! Cuando exclamé eso,
ya no me importaba mi pensamiento si no las emociones de ella. Otro conflicto:
las emociones y los sentimientos de mi madre; las emociones y los sentimientos
de mi padre. No soporto estas dos palabras, pero su edad y la enfermedad de mi
padre me obligan a detenerme, o como decía mi abuela, a saber hasta dónde…
Pero hoy,
esto parece importar poco. Hace un momento suspendí la escritura y bajé a
revisar que la lavadora realice su tarea y ayudé a mi marido a echar a andar el
aparato que surte de agua la casa. Hoy hace un poco de calor y parece que todo
mundo se despertó con ganas de bañarse, lavar la ropa, asear las casas, limpiar
los vehículos. Por sí sola, el agua no sube. Me gusta mirar cómo gira el disco
del medidor, su ritmo desenfrenado, el ir corriendo como quien pretende, dejar
en el menor tiempo, una carga sumamente pesada.
Día de
felicidad, de estar acoplada con aquella que camina delante o detrás. Tal vez,
la semana me ofrecerá otro rostro, y no esos pequeños lienzos de cenizas.
***
Han
vuelto los pensamientos oscuros. Si me preguntan qué se siente, les diré que es
como traer un bloque de acero sobre el pecho. ¿Es esta un señal para volver a
la escritura? ¿La escritura me sanará como lo hizo alguna vez? ¿Me salvará?
No creo poder soportar tanto peso, no creo soportar este ahogamiento.
Pero ¿qué está mal? Nada. Mi alrededor es un paraíso y dentro de él, las
cortinas se rasgan, las paredes caen, desvencijada su estructura. ¿Quién lo
diría? Con la edad, con los caminos recorridos, vivir una vez más la parte
siniestra. Me golpea, me ata las manos, me clava un cuchillo en el vientre.
Pero me aman, lo repito, pero me aman. Y la alcoba es un incendio.
No puedo detenerme. Me hundo en el remolino interminable. Mi cuerpo, que ya no siento, gira a la velocidad máxima. Las paredes negras se ensanchan. Soy un ataúd flotando en la nada.
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