No sé si lo que comencé a escribir a
finales de los noventa era poesía. En verdad no me preocupaba para nada que lo
presentado fuera un poema. Tampoco me preocupaba qué era la poesía y si yo, en
algún momento, me asumiría como poeta. O poetisa (el término, aunque no me
guste, se sigue usando).
Para no hacer más larga
la explicación, desconozco si lo escrito en mi libro más reciente, pueda
llamarse poesía. Finalmente, eso no importa. Lo que sí, es que la poesía, la
que leía y la que escribía, me permitió soportar el peso de la existencia. Y
con lo que acabo de escribir, he tocado el punto que nos lleva a reflexionar
sobre la importancia de las bellas artes en el desarrollo del ser humano y de
la sociedad. Me referiré, no obstante, a los libros, a la literatura.
Sin libros ¿cuál sería
nuestro refugio? ¿quién llevaría el registro de los acontecimientos? ¿quién el
registro de los amaneceres, la melodía del viento? ¿quién de la transgresión de
las mujeres que hicieron caso omiso a las normas sociales que las limitaban
(Rosario Castellanos, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Enriqueta Ochoa, Daisy
Zamora, Silvia Cuevas Morales, Yolanda Arrollo Pizarro…)? Retomo algunas líneas
de Rosely
E. Quijano León: “En los libros hay refugio para todos, sin excepción,
en cualquier momento y en cualquier lugar; muchos sabemos que un buen libro
nunca te dejará mal”.
Retomo el pasado. Tengo
edad de los dieciséis o diecisiete años. Para entonces mi vida hacía conexión
con la muerte, con la soledad, con la ausencia. No era fácil entender el pasado,
esa fase temprana de mi vida en donde me quedé sola, junto a la noche, junto al
frío. En esos primeros poemas hablé mucho de esos motivos que venían
acompañados por largos periodos de depresión y encierro. Siempre he dicho que
los huérfanos estamos condenados a no echar raíz y esto, a esa edad, conformaba
el escenario más pesimista que ustedes puedan imaginar. El amor, muchos años
después, también me alejó del alba y de la luz del día; todo era insomnio,
vigilia. “Hay que matar la vigilia enemiga”, dice Ibarbourou.
Entender ese pasado o
esa época en la que creí posible la correspondencia del amor, fue trabajo de
muchos años, hasta que llegó el momento en que esas cosas se minimizaron. De
tanto escribirlas, se desgastaron o se convirtieron en palomas (“Ver una paloma
en sueños, será una buena noticia” Wislawa Szymborska). Con aquellos versos no
intentaba mostrar nada, menos aún enseñar. Los escribí, ahora, lo entiendo, como
guía de una revelación posterior. Es decir, aunque desconozca si lo que escribo
es o no poesía o si esa poesía es buena o mala, en esa revelación posterior, mi
corazón está alegre, hay inspiración, hay un sendero de luz infinito. ¿Es esta
la fuerza poética? Tal vez siga sin echar raíces, no obstante, el poder de la
palabra me eleva. Es un vértigo… un vértigo muy fuerte. Me sujeto con fuerza al
nosotros.
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