Él, bajo el calor de la tarde, de pie frente al edificio antiguo. Mira con atención lo que Fernanda reconoce como la fachada de la casa que en épocas remotas fue una de las más importantes de la ciudad. Fernanda lo observa y presiente el vértigo, la catástrofe. O dicho de otra manera, sus ropas sobre la alfombra o el piso.
La primera vez que se sintió atraída por el hombre que dijo llamarse Ernesto, fue bajo una lluvia sorpresiva. A ella, no le importó abandonar el minúsculo techo protector y, por encima de la timidez, poner sus labios muy cerca de la boca del hombre. De unas semanas para acá, habían coincidido en el supermercado, otra vez, al cruzar la calle, pero el destino, ese que teje y desteje, los reunía ahora bajo la lluvia. Fernanda, la puerta cerrada de la habitación, escribió con letra parejita la palabra Ernesto.
Esta vez, Ernesto tiene interés en los departamentos del edificio antiguo. Los departamentos, distribuidos en cuatro plantas, tienen un baño, una pequeña sala de estar. No obstante, en la planta baja, la gran cocina y el comedor reúnen a los ocupantes en un mismo sitio. La cocina está al fondo, más allá de un pasillo largo de fotografías antiguas, recuerda Fernanda. Ella y su esposo ocuparon, años atrás, el departamento número 12. La ventana daba a la calle y ella, caso extraordinario, se había sentido cómoda con el ruido madrugador de los camiones de transporte, taxis y el ajetreo de la gente. Prefiero el ruido de la calle al silencio, sentenció. Vivimos ahí un par de años, dice Fernanda, y el hombre sigue con la mirada el dedo de Fernanda que se detiene en una de las ventanas, dos pisos arriba.
Los ojos de él, clavados en los de ella, le ocasionan un vuelco más y las ideas en su cabeza toman un rumbo distinto. No es que su matrimonio estuviera a punto de derrumbarse o que fuera un infierno. Era un problema más bien de mensajes, justifica Fernanda, de logística entre el ir y venir, entre dormirse o quedarse despierto, entre amar u olvidar.
El hombre, su matrimonio también está lejos de derrumbarse y tampoco es un infierno, prosigue su inspección, mientras con una de sus manos abre el maletín y saca un cuadernito, una pluma. Fernanda lo mira con otros ojos. Vuelve su atención a la casa, añora los tiempos en que, según los archivos, congregó a las familias más importantes y adineradas de la ciudad. Ella hubiera podido agregar a su forma de vida, las fiestas, los bailes, los vestidos, esos sillones afelpados. Ella hubiera podido reír y llevarse a la boca un cigarrillo o una copa con vino.
El hombre sigue ahí, escribe algo en el cuadernito, mira hacia un lado y hacia otro, y vuelve a la hoja. Ella, por supuesto, se atreve. Cambios en la gerencia, explica, cambios que me han obligado a vivir en la ciudad. Pero es hermosa, asegura Fernanda, y el hombre asiente y coinciden en la vegetación exuberante, calles amplias, librerías, museos, las lluvias de los meses de agosto y septiembre.
El hombre guarda dentro del maletín el pequeño cuaderno y la pluma; Fernanda se encuentra con el tiempo. Se le ha hecho tarde pero no se despide. El hombre le pide emprender la marcha. ¿Hacia dónde? Ninguno de los dos tiene una respuesta.
En la cabeza de Fernanda, todo sucede muy rápido. Le gusta este concepto de locura: tardes, lluvias, primaveras, otoños, fines de semana al lado del hombre que ahora le toma la mano. Ella saca del bolso el teléfono, expone la situación más adecuada; él, entre su ciudad y ésta, también hace lo mismo. Libres, sin miedo y sin tiempo, avanzan. La ciudad los funde.
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