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Vuelvo a la infancia. Los pensamientos que no encuentro están ahí, en ese jardín, a simple vista. Algunas de las personas más entrañables corresponden a esa época. Además de la familia, me refiero a aquellas personas que, en que lo cotidiano, se permiten para con nosotros un momento, una revelación. Hay un episodio en todo esto, muy sencillo, que de una u otra manera, motivó la escritura.
Leandro tendría la edad de mi padre, pero para entonces, yo lo veía de edad más avanzada. Quizá la edad de tía Olivia o tía Clotilde. Ellas no tenían los mismos años, lo sé, no obstante, si había canas significaba que eran mayores. Leandro visitaba la casa con regularidad, éramos familia; mi padre lo veía como un hermano y yo, también. Aclaración: hasta el día de hoy lo que dice mi padre tiene un valor muy alto.
Leandro llegaba a casa y por esa época yo comencé a jugar con una cámara fotográfica improvisada. Una caja de cerillos con un lente y un obturador imaginarios. Eso bastaba. Comencé a tomarle fotos a Leandro (él lo permitía, aunque estuviera en medio de la charla y el café) y posteriormente me iba a dibujar aquella imagen, lo que había fotografiado. En mis seis o siete años, dibuje a Leandro muchas veces, su cara redonda y el poco cabello. Dibujaba aquella instantánea y se la entregaba. Venía aquí la conclusión del juego, cuando él hablaba de lo bien que se veía, de que mi dibujo no podía ser más perfecto, del paisaje, el color. Atrapaba el momento, y como en la escritura, lo hacía evidente.
Entre todas las cosas que hacen los niños a esa edad (aunque haya sido un tanto extraña), tuve la oportunidad de abrir otras puertas, escaparme hacia otros destinos. Leandro anticipó la escritura como asimismo pudo anticipar la fotografía, la pintura, etc. No obstante, para mi felicidad, anticipó la escritura. Hay paisajes, como aquellas fotografías, que son memorables; de ahí su presencia en lo que escribo. Pienso, por ejemplo, en el paisaje de mi ciudad natal. No puedo desprenderme de éste aun teniendo tantos años de vivir aquí. El paisaje se vuelve entrañable porque se fusiona con las posibilidades del desierto y la vida que parece sencilla y no lo es. Si volviera a tomar aquellos retratos, no imagino el escenario que pondría de fondo en la imagen de Leandro. Colocarlo en esta tierra sería muy difícil porque considero que sobre su memoria debe estar un ciruelo o una higuera o un árbol de limones.
Tengo el recuerdo, posiblemente sea un sueño, de haber usado aquellas cámaras con cartuchos "flip flash" de 8 o 10 bombillas; tal vez las cámaras con "cuboflash" que sólo permitían cuatro usos, rotando noventa grados de forma automática tras cada exposición. El juego se volvió real cuando mi padre llevó a casa la cámara Polaroid 1000, a color. Me quedo aquí. Igual que la escritura, la cámara retenía el instante, lo volvía palpable y, pese a los años, lo trae hasta mis días porque actualmente conservo aquellos cuadros. Tengo, por supuesto, las imágenes de Leandro, las de aquella casa, las de “La caribe” que hasta hace poco veía circular por las calles de Colima. Y la escritura, resultado de ese juego, como un jardín infinito.
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